La cocinera pone un grupo de gelatinas liquidas hechas de forma artesanal, debajo de la meseta de colorantes. Sale un rato a atender a unos familiares que acababan de llegar, con ellos un sobrino que le encanta la gelatina.
Los frascos miran abajo y miran emocionados a donde los echarán. Las gelatinas aun estaban calientes y apenas tenían saborizantes, pero no podían identificar los sabores. Al costado de los moldes donde estaba la gelatina liquida estaba una etiqueta en cada una, en donde la cocinera suele poner el sabor para no equivocarse en sus colorantes. Pero los frascos, desde arriba de la meseta no podían verlo.
El colorante verde tomó coraje y se destapó, saltando completo en el molde que creía que era de frambuesa (destinado al colorante rojo). Todos los demás frascos se sorprendieron y se preocuparon por tal acto impulsivo que saben que no siempre termina bien.
El sobrino de la cocinera entró a la cocina y viendo que solo estaba el de color verde en el molde, decidió esperar porque aun no estaban fríos. La cocinera entra a la cocina y ve al niño mirando los moldes de gelatina. Se da cuenta que el colorante verde estaba ya ligado a la gelatina de frambuesa [¡¡Genial, lo consiguió!!]. Le llama la atención al niño por haberle echado el colorante erróneo a ese molde, cosa que el niño negó reiteradamente haber echo. Pero la cocinera no le creía.
La cocinera entró las gelatinas ya con sus colorantes a la nevera. Y al cabo de 50 minutos, los iba sacando según pedían los diferentes sabores. Y luego de horas, incluso días nadie pedía la gelatina verde. La gelatina, según se iba entristeciendo por ver dicha realidad, se iba poniendo amarga. Y al cabo de una semana, la cocinera lo probó y al darse cuenta que ya estaba dañada, botó la gelatina en la basura.
Diferentes lecturas podemos darle a esta historia. Una de ellas es que tristemente, las personas juzgan por el exterior y no suelen dar la oportunidad de demostrar el cambio que hay dentro de nosotros.